¿A los 80 como Norberto Bobbio o a los 62 como Cicerón?
Ustedes y yo, dependiendo del humor, (…), del reumatismo o de cualquier otro mal, a veces nos levantamos jóvenes, y otros días nos sentimos irremediablemente viejos. Un trajinado lugar común dice que la edad depende del corazón, es la idea de los cardiólogos y de los psicólogos caseros. Una es la vejez que nos sentencia el Seguro Social, hay otra que nos diagnostican los médicos, distinta de la que padecen los de casa y otra la que uno ve en el espejo.
Hay muy poca distancia en el tiempo, entre el momento en que nos dicen “ancianos venerables” y el otro en que se susurra a nuestro paso, “esos vejestorios.” De mí sé decir que a veces se me olvida mi edad, de tan ocupado que me mantengo, pero que hace años vengo reclamando la dignidad de viejo, y a los renuentes e incrédulos les muestro con cínico orgullo mi cédula, aunque al bajar las escaleras lo hago mirando escalón tras escalón. Me indignan todas esas propagandas comerciales y toda esa literatura mercantil sobre viejos juveniles conservados por productos para atletas, o los reinados de belleza para damas otoñales. Todo eso me parece una indigna manera de dorar la píldora.
La vejez es algo más serio y complejo que eso y nuestro problema no se resuelve con recreacionistas, ni con dietas, ni con viejotecas. La vejez es un profundo asunto de la mente y de los ojos con que acostumbramos a mirarnos.
Hay una mirada pasiva y de resignación del viejo, convertido en un testigo triste, mudo e impotente de su derrumbamiento y de la demolición del mundo de los que le rodean.
Un pariente lejano me repite en cada encuentro, que se siente feliz de ser pensionado porque disfruta del dulce hacer nada. Es otra manera de ver la vejez: como una sosegada inutilidad, o como esa etapa de la vida en que uno se margina y aleja como desquite de los años de trajín y de fatigas. A sus 80 años Norberto Bobbio señalaba como quehacer propicio del viejo, el de rememorar los años perdidos de la infancia y de la juventud, el de reencontrar a los muertos con quienes se descubrió la vida.
A esa peculiar y común mirada sobre la vejez se debe que entre los atenienses el viejo apenas si tuviera autoridad. El dramaturgo Eurípides decía que “el viejo no es más que una voz y una sombra”. Y Sófocles trazaba su imagen del viejo en Edipo, un anciano canoso que nos es más que “un fantasma surgido de la nada, un sueño alado.”
Menos cruel, pero igualmente descalificador es Pericles, el orador ateniense cuando se dirige a los viejos: “vuestra gracia es haber vivido dichosos la mayor parte de vuestra vida; pero en esta época, inútil para todo, ayuda mucho recibir honores.”
Es el momento en que acaba un ciclo, es una última fase representada como decadencia, degeneración y parábola descendente, admite Bobbio.
Antiguos y modernos han participado de esa deprimente mirada, la misma que se adivina en la reacción alarmada con que se han recibido las estadísticas demográficas que muestran como una amenaza del hecho del envejecimiento poblacional, como si un inesperado invierno o edad de hielo se fuera a precipitar sobre el mundo.
Esa sorpresa, cercana al pánico se puede leer como un generalizado desconcierto ante la repentina insurgencia de una numerosa población inútil: ¿qué hacer con tanto viejo en nuestras pirámides poblacionales?
La vejez se ve así. Como amenaza, como inutilidad, como un inmerecido invierno de la humanidad.
Pero hay otra mirada sobre la vejez, tan diferente de la anterior, que parece contemplar otra realidad. Es, sin embargo, la misma, solo que vista desde otro ángulo. Cicerón ve al viejo como el hombre del timón.
Mientras los marineros van y vienen, suben y bajan entre palos, velas y mástiles en un despliegue de agilidad y de energía, el piloto silencioso y atento, señala el rumbo y descubre caminos en el agua, anticipa los vientos y las tempestades que vendrán. Y sentencia el orador romano: “no se administran los asuntos graves con la fuerza, prontitud o movimientos acelerados del cuerpo, sino con autoridad, prudencia y consejo, prendas que no solo no se pierden en la vejez sino que suelen concentrarse y perfeccionarse en ella.” Estas calidades se aprecian en todo su valor, durante las crisis. De nuevo la metáfora de Cicerón resulta esclarecedora; también podría tomarse de los relatos marinos de Jack London, en donde los viejos lobos de mar irradian fuerza y seguridad entre el bamboleo y el crujido de la nave zarandeada por la tempestad. Mientras la marinería, sobrecogida y fuera de sí solo espera el momento del naufragio, el viejo piloto es el único que sabe que puede haber una salida, que tiene que haber una salida. Y lo sabe porque ha sorteado tempestades, porque la vida le ha enseñado a esperar contra toda esperanza. Eso es el viejo, alguien que ha sorteado dificultades, riesgos, agonías y oscuridades y cada vez ha encontrado luz al final del túnel.
Esto lo convierte en testigo convincente de la esperanza.
Para el mundo de hoy, para los propios viejos actuales es difícil verlo así. Cicerón no necesitó mucho esfuerzo para mostrar esta dimensión del viejo, quizás porque no le daba la importancia negativa que hoy se les da a las limitaciones y debilidad física del viejo. Así como al caminar arrastramos los pies y examinamos acuciosos las irregularidades del suelo, es igualmente cierto que la vejez enseña a apresurarse lentamente.
Esa sabiduría lenta pero segura es el rezago que le ha quedado del alucinante espectáculo que todo viejo ha contemplado de ascensos y caídas, avances y retrocesos, errores y aciertos, triunfos y derrotas de los seres humanos.
En él se concentra el patrimonio cultural de la comunidad en lo que se refiere a costumbres, técnicas de supervivencia y sensibilidad ética.
Se agrega, en muchos casos el sentido de responsabilidad del sobreviviente. Uno que salió vivo del campo de concentración de Auschwitz, Primo Levi, vivió abrumado por la misma pregunta que a veces se hace el viejo: ¿por qué ellos no sobrevivieron y yo sí? El viejo asiste silencioso a ese silencioso desfile de sus coetáneos, compañeros de colegio o de universidad, colegas de profesión, amigos encontrados en el trabajo, parientes y amigos que mueren y lo dejan intacto, como un privilegiado a quien la muerte no afecta. ¿Por qué ellos sí y yo no? Pregunta que da lugar a otra más grave porque implica una conciencia de deudor con la vida. Si sobreviví es por algo, ¿qué espera la vida de mí?
Vuelvo a Cicerón para quien este complejo de deudor de la vida no fue extraño. El citaba a Pitágoras cuando enseñaba que los viejos no han de querer abandonar la vida sin justo motivo, porque ninguno sin orden del general se ha de apartar de la guardia y del puesto de la vida”. En esto consiste la deuda, no tanto en haber sobrevivido a un campo de concentración, a un secuestro, a una enfermedad, sino en haber vivido. La vida es un regalo del que hay que rendir cuentas, no como quien comparece temblorosa ante un contralor, sino como quien disfruta la alegría de compartir.
En la imagen trazada por Cicerón aparece el encanecido piloto que en el timón comparte su experiencia de navegante formado en incontables aventuras de mar; pero no es esto solamente. A la experiencia de haber vivido se le agrega la fuerza tranquila de la serenidad. Mientras los demás temen, él mantiene el control de su alma; cuando los demás parecen naufragar en un mar de dudas e incertidumbres, él sabe muy buen dónde está la fuente de sus seguridades; cuando a su alrededor todos miran y se expresan con angustia, él está sereno. La serenidad del viejo está hecha de la seguridad que le da saber que siempre hay una solución posible y a eso se le da el nombre de esperanza.
Al reflexionar sobre su condición de viejo, Ernesto Sábato se sorprende porque para él es un hallazgo saber que “tengo una esperanza demencial ligada paradójicamente a nuestra actual pobreza existencial. Siento que la gran pesadilla pasó y que hemos comprendido que el hombre sobrevive sólo por la esperanza.”
Al viejo le está reservada en nuestro tiempo una misión que visualiza la metáfora del hombre del faro, responsable de mantener encendida aquella luz, sobre todo en las noches de niebla y en las de tormenta. Esa luz es cuestión de vida o muerte para los navegantes que luchan por sobrevivir. El viejo tiene con la vida una deuda: mantener encendida la esperanza. Los años vividos, las tormentas vencidas, las dudas despejadas las resurrecciones y los renacimientos, son el aceite con que se alimenta esa lámpara que, encendida, es una alegre notificación de que hay una luz en las orillas de la oscuridad.
La esperanza, amigos, es tan necesaria, quizás más, que el alimento o el agua para sobrevivir. Vuelvo a la situación límite de los campos de concentración en donde se demostró, recuerda Germán Arciniegas, que “los que no tuvieron esperanza de que sobrevivirían y regresarían a sus casas, esos murieron.”
Una escritora italiana, Sandra Petrignani, reunió en un libro amargo, los testimonios de viejos que querían morir y que se rebelaban contra la vida. Bobbio repasa esos testimonios y comenta finalmente: carecían de esperanza.
La esperanza la necesitamos para vivir, pero aún más importante: sin la esperanza la sociedad no puede vivir, y ese es el aporte que el viejo puede darle. Hay, desde luego, dos extremos posibles en la vejez: aquél del viejo egoístamente satisfecho, y en el lado opuesto, el del hombre que flota en océanos de amargura. Entre esas dos viciosas posiciones está la de la vejez vital, que comunica esperanza con su serena alegría de vivir.
Todas estas reflexiones han sido necesarias como preámbulo para esta afirmación que contradice los lugares comunes sobre el tema: es tarea esencial del viejo mantener encendida la esperanza. Y si algo se le puede desear al viejo es que sea recordado por su actitud y sus acciones de entusiasmo por la vida.
Ese entusiasmo es el que resulta de la vocación consciente a la inmortalidad. Admito que esto suena a paradoja, pero es una paradoja grave. Como si se tratara de crear un equilibrio, es frecuente en el ser humano la pretensión de construir su inmortalidad cuando es inocultable la cercanía de la muerte.
Ya he citado pensamientos de Norberto Bobbio, el respetado profesor italiano. Aún debo tomarle prestado otro: “quien ha llegado a mi edad, dice, debería alentar un solo deseo, descansar en paz. Toma en serio la muerte quien toma en serio la vida. Tomar en serio la vida significa aceptar su finitud.” Como Bobbio, Ernesto Sábato mira la muerte con una mezcla de pasividad y de pavor: “no bien me descuido, ya estoy pensando en la muerte. Miro el cuarto alrededor para ver por cuál de las puertas entrará.”
Se adivina otra actitud en Cicerón cuando reflexiona que la muerte es despreciable si extingue el alma, y deseable si conduce al lugar donde ha de ser eterna.” Pensamiento que parece desarrollar el de Pitágoras: “no creo que ha de llorarse la muerte a la que sigue la inmortalidad.”
En efecto, las sombras de la vejez parecen desaparecer, y este último tramo de la vida se ilumina, cuando se llega a la certidumbre de la inmortalidad. A pesar de su pesimismo, de repente Bobbio exclama: “a veces tengo la sensación de sobrevivirme.” Pero en otros momentos lo abruma la idea de la muerte próxima y anota:”la dimensión del viejo es el pasado, el futuro no, porque es breve e importa poco.”
Alternan en el ánimo del viejo, como luces y sombras, la idea de la muerte y la ilusión de la inmortalidad. Tan leve como un sueño o como una nube, la idea de la inmortalidad motiva sin embargo muchas acciones durante la vejez. El abuelo se sorprende llevando a cabo tareas que se parecen a las del agricultor cuando prepara la tierra, la despercude y la abona para sembrar la semilla. Algo parecido se hace en la memoria de los demás, para sembrarla de recuerdos, que son las semillas de la inmortalidad. Uno no siempre lo sabe, pero muchas acciones están inspiradas en ese propósito: que me recuerden siempre, que me recuerden bien, que nunca me olviden. No se le tema tanto a la muerte, como al olvido o al mal recuerdo. Actividad importante de los últimos años es, pues, cultivar las eras de la inmortalidad.
En la vida de los humanos hay un tiempo para el amor, y otro para el poder; hay tiempos para la belleza y los hay para la salud; incluso hay tiempos para el dinero y el esplendor, otros traen consigo avidez de honores; pero en los últimos años, cuando todo palidece, son los tiempos para la inmortalidad.
En esas andaba Cicerón cuando recordaba la frase de su amigo Enio. El la hacía suya porque le calzaba tan bien como una túnica bien cortada. Repetía por eso: “nadie en mi muerte me honre con sus lloros, que me mantendré vivo en la boca de los hombres”.
Es un pensamiento que nos cae bien a los viejos porque es una eficaz manera de equilibrar en la mente y en la sensibilidad la certeza de la muerte cercana con la búsqueda de la inmortalidad.
Recientemente por la ventana de las noticias le entró al mundo un aire de inmortalidad cuando por las calles de El Cairo desfiló la monumental estatua de Ramsés II. Se paralizó el tráfico de la bulliciosa capital egipcia, como en los tiempos en que el faraón rodeado de su séquito de cortesanos rodaba en su carroza imperial. Casi 3300 años después su presencia provocó un respeto y una admiración semejantes a los que entonces le rodeaban. Treinta y tres siglos no habían sido suficientes para borrar su memoria. Hay una presencia en el tiempo, como la que uno asocia a las pirámides, a los monumentos funerarios, como la que se siente al leer inscripciones en la piedra o en el bronce con las voces congeladas en el tiempo que transmiten el pensamiento y la sensibilidad de personajes del pasado; todas ellas son expresiones de la vocación a la inmortalidad que alienta en los seres humanos. En la academia francesa les dan el nombre de inmortales a los grandes de las letras, pero no son solo ellos. El escritor acude al texto escrito para que sus palabras, sus ideas, sus sentimientos e imágenes se libren de la corrosión del tiempo y permanezcan.
Esa, con todo no es la única permanencia posible. Cuando las acciones del viejo se graban en la memoria de los demás, cuando sus palabras, sus actitudes, sus gestos dejan sus trazos en la memoria ajena, estamos asistiendo a una forma de permanencia tan indeleble e inmortal como la de las letras grabadas en la piedra o en el bronce.
La inmortalidad de que hablo es una forma de permanencia en la memoria, de la que era un símbolo la bendición que impartían los patriarcas bíblicos, para que el bendecido entrara en un tiempo sin límites; no se trata, por supuesto, de la ilimitada longevidad, ni de la supervivencia en los descendientes, sino de la presencia en la memoria a través de un tiempo sin límites.
La de la inmortalidad es, pues, una vocación humana, pero no lo es de todos los humanos. Esta es una persuasión tan vieja que Heráclito la consignaba en términos severos: “solo los mejores, los que han demostrado su excelencia, prefieren la fama inmortal a las cosas mortales; esos son verdaderamente humanos. Los otros, los que viven para lo inmediato, esos viven y mueren como los animales.” De modo que según el filósofo, hay una renuncia a la dignidad de lo humano, cuando e vive sin la ambición de la inmortalidad.
Esa ambición moviliza lo mejor de las personas. Una filósofa de nuestro tiempo, mujer y vieja, Hannah Arendt, escribía que la potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad de producir cosas que merezcan y sean imperecederas.” Y agregaba: “por su capacidad para realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres a pesar de su mortalidad, alcanzan su propia inmortalidad.”
Quedaría incompleta esta reflexión si no le dedicara estos minutos finales a la ortografía de esa escritura de la inmortalidad, porque podría entenderse que sólo viven ese tiempo sin límite las grandes acciones, de tono brillante y heroico. Que no es lo que encontramos escrito en nuestra memoria cuando evocamos a los viejos que ya murieron y que sin embargo ahí están con una presencia imborrable. Allí aparecen la madre o la abuela, inclinadas sobre una máquina de coser, concentradas en los arabescos de un bordado, o en la tarea diaria de lavar, aplanchar o remendar la ropa o de preparar los alimentos; allí están los padres o los abuelos, aserrando maderas, o cepillándolas entre nubes de fragante viruta, o sudorosos y tensos cultivando la tierra; son presencias vivas que se quedaron grabadas con sus trabajos diarios porque en ellos había mucho más que la utilidad inmediata de coser, bordar, cocinar, aserrar, martillar o sembrar. Acciones nobles, pero fáciles de olvidar si no hubieran tenido el carácter que las hace indelebles. Que fue el que descubrió ese viejo ochentón que es Ernesto Sábato cuando visitó en Lanzarote a otro viejo, el escritor José Saramago y lo conmovieron dos detalles.
Halló que en aquella casa los relojes se habían quedado varados en las cuatro de la tarde, como si a esa hora se hubiera detenido el tiempo. Cuando Sábato preguntó por aquel extraño detalle escuchó una respuesta con musicalidad de bolero: porque fue la hora en que José y Pilar, su esposa, se conocieron. Desde entonces el tiempo para ellos ha sido algo distinto. Paralizar los relojes significaba que en adelante ellos le darían otra medida al movimiento de sus vidas. No suprimieron el tiempo, que eso es la eternidad, la desaparición del tiempo; el suyo sería ese tiempo sin límites de la inmortalidad.
El otro detalle lo encontró en los papeles que José tenía a la vista en su escritorio. Sábato fue leyendo en uno de ellos, destacado como algo especial: “yo escribo, Pilar escribe, traduce, habla a la radio, cuida el mundo, cuida la casa, cuida la calle, hace las compras, hace la comida, ve por la ropa, despacha las cartas, dialoga con el mundo, organiza el tiempo, acoge a los amigos que llegan a vernos, y escribe, traduce, habla a la radio, cuida al marido, la casa, la cocina, la ropa y dice, estoy cansada, y luego: no tiene importancia, yo escribo, traduzco…”
Y siguen todos esos verbos caseros en donde resuena la actividad incansable de las esposas y las madres que así, sin acciones brillantes o heroicas, con el quehacer gris de todos los días labran una huella imborrable en la memoria y se quedan allí como un rastro indeleble y luminoso. Es su manera de hacerse inmortales.
Son, pues, dos propuestas para la vejez. Convertirse en guardianes y en estímulo para la esperanza y, como el escultor que extrae del mármol el milagro de una estatua, labrar con el material de los años de la vejez el prodigio de la inmortalidad. Son dos tareas tan cargadas de esplendor, que son suficientes para disipar las sombras y para darle a la vejez toda la serena luminosidad de un majestuoso atardecer.- Javier Darío Restrepo
La vejez es algo más serio y complejo que eso y nuestro problema no se resuelve con recreacionistas, ni con dietas, ni con viejotecas. La vejez es un profundo asunto de la mente y de los ojos con que acostumbramos a mirarnos.
Hay una mirada pasiva y de resignación del viejo, convertido en un testigo triste, mudo e impotente de su derrumbamiento y de la demolición del mundo de los que le rodean.
Un pariente lejano me repite en cada encuentro, que se siente feliz de ser pensionado porque disfruta del dulce hacer nada. Es otra manera de ver la vejez: como una sosegada inutilidad, o como esa etapa de la vida en que uno se margina y aleja como desquite de los años de trajín y de fatigas. A sus 80 años Norberto Bobbio señalaba como quehacer propicio del viejo, el de rememorar los años perdidos de la infancia y de la juventud, el de reencontrar a los muertos con quienes se descubrió la vida.
A esa peculiar y común mirada sobre la vejez se debe que entre los atenienses el viejo apenas si tuviera autoridad. El dramaturgo Eurípides decía que “el viejo no es más que una voz y una sombra”. Y Sófocles trazaba su imagen del viejo en Edipo, un anciano canoso que nos es más que “un fantasma surgido de la nada, un sueño alado.”
Menos cruel, pero igualmente descalificador es Pericles, el orador ateniense cuando se dirige a los viejos: “vuestra gracia es haber vivido dichosos la mayor parte de vuestra vida; pero en esta época, inútil para todo, ayuda mucho recibir honores.”
Es el momento en que acaba un ciclo, es una última fase representada como decadencia, degeneración y parábola descendente, admite Bobbio.
Antiguos y modernos han participado de esa deprimente mirada, la misma que se adivina en la reacción alarmada con que se han recibido las estadísticas demográficas que muestran como una amenaza del hecho del envejecimiento poblacional, como si un inesperado invierno o edad de hielo se fuera a precipitar sobre el mundo.
Esa sorpresa, cercana al pánico se puede leer como un generalizado desconcierto ante la repentina insurgencia de una numerosa población inútil: ¿qué hacer con tanto viejo en nuestras pirámides poblacionales?
La vejez se ve así. Como amenaza, como inutilidad, como un inmerecido invierno de la humanidad.
Pero hay otra mirada sobre la vejez, tan diferente de la anterior, que parece contemplar otra realidad. Es, sin embargo, la misma, solo que vista desde otro ángulo. Cicerón ve al viejo como el hombre del timón.
Mientras los marineros van y vienen, suben y bajan entre palos, velas y mástiles en un despliegue de agilidad y de energía, el piloto silencioso y atento, señala el rumbo y descubre caminos en el agua, anticipa los vientos y las tempestades que vendrán. Y sentencia el orador romano: “no se administran los asuntos graves con la fuerza, prontitud o movimientos acelerados del cuerpo, sino con autoridad, prudencia y consejo, prendas que no solo no se pierden en la vejez sino que suelen concentrarse y perfeccionarse en ella.” Estas calidades se aprecian en todo su valor, durante las crisis. De nuevo la metáfora de Cicerón resulta esclarecedora; también podría tomarse de los relatos marinos de Jack London, en donde los viejos lobos de mar irradian fuerza y seguridad entre el bamboleo y el crujido de la nave zarandeada por la tempestad. Mientras la marinería, sobrecogida y fuera de sí solo espera el momento del naufragio, el viejo piloto es el único que sabe que puede haber una salida, que tiene que haber una salida. Y lo sabe porque ha sorteado tempestades, porque la vida le ha enseñado a esperar contra toda esperanza. Eso es el viejo, alguien que ha sorteado dificultades, riesgos, agonías y oscuridades y cada vez ha encontrado luz al final del túnel.
Esto lo convierte en testigo convincente de la esperanza.
Para el mundo de hoy, para los propios viejos actuales es difícil verlo así. Cicerón no necesitó mucho esfuerzo para mostrar esta dimensión del viejo, quizás porque no le daba la importancia negativa que hoy se les da a las limitaciones y debilidad física del viejo. Así como al caminar arrastramos los pies y examinamos acuciosos las irregularidades del suelo, es igualmente cierto que la vejez enseña a apresurarse lentamente.
Esa sabiduría lenta pero segura es el rezago que le ha quedado del alucinante espectáculo que todo viejo ha contemplado de ascensos y caídas, avances y retrocesos, errores y aciertos, triunfos y derrotas de los seres humanos.
En él se concentra el patrimonio cultural de la comunidad en lo que se refiere a costumbres, técnicas de supervivencia y sensibilidad ética.
Se agrega, en muchos casos el sentido de responsabilidad del sobreviviente. Uno que salió vivo del campo de concentración de Auschwitz, Primo Levi, vivió abrumado por la misma pregunta que a veces se hace el viejo: ¿por qué ellos no sobrevivieron y yo sí? El viejo asiste silencioso a ese silencioso desfile de sus coetáneos, compañeros de colegio o de universidad, colegas de profesión, amigos encontrados en el trabajo, parientes y amigos que mueren y lo dejan intacto, como un privilegiado a quien la muerte no afecta. ¿Por qué ellos sí y yo no? Pregunta que da lugar a otra más grave porque implica una conciencia de deudor con la vida. Si sobreviví es por algo, ¿qué espera la vida de mí?
Vuelvo a Cicerón para quien este complejo de deudor de la vida no fue extraño. El citaba a Pitágoras cuando enseñaba que los viejos no han de querer abandonar la vida sin justo motivo, porque ninguno sin orden del general se ha de apartar de la guardia y del puesto de la vida”. En esto consiste la deuda, no tanto en haber sobrevivido a un campo de concentración, a un secuestro, a una enfermedad, sino en haber vivido. La vida es un regalo del que hay que rendir cuentas, no como quien comparece temblorosa ante un contralor, sino como quien disfruta la alegría de compartir.
En la imagen trazada por Cicerón aparece el encanecido piloto que en el timón comparte su experiencia de navegante formado en incontables aventuras de mar; pero no es esto solamente. A la experiencia de haber vivido se le agrega la fuerza tranquila de la serenidad. Mientras los demás temen, él mantiene el control de su alma; cuando los demás parecen naufragar en un mar de dudas e incertidumbres, él sabe muy buen dónde está la fuente de sus seguridades; cuando a su alrededor todos miran y se expresan con angustia, él está sereno. La serenidad del viejo está hecha de la seguridad que le da saber que siempre hay una solución posible y a eso se le da el nombre de esperanza.
Al reflexionar sobre su condición de viejo, Ernesto Sábato se sorprende porque para él es un hallazgo saber que “tengo una esperanza demencial ligada paradójicamente a nuestra actual pobreza existencial. Siento que la gran pesadilla pasó y que hemos comprendido que el hombre sobrevive sólo por la esperanza.”
Al viejo le está reservada en nuestro tiempo una misión que visualiza la metáfora del hombre del faro, responsable de mantener encendida aquella luz, sobre todo en las noches de niebla y en las de tormenta. Esa luz es cuestión de vida o muerte para los navegantes que luchan por sobrevivir. El viejo tiene con la vida una deuda: mantener encendida la esperanza. Los años vividos, las tormentas vencidas, las dudas despejadas las resurrecciones y los renacimientos, son el aceite con que se alimenta esa lámpara que, encendida, es una alegre notificación de que hay una luz en las orillas de la oscuridad.
La esperanza, amigos, es tan necesaria, quizás más, que el alimento o el agua para sobrevivir. Vuelvo a la situación límite de los campos de concentración en donde se demostró, recuerda Germán Arciniegas, que “los que no tuvieron esperanza de que sobrevivirían y regresarían a sus casas, esos murieron.”
Una escritora italiana, Sandra Petrignani, reunió en un libro amargo, los testimonios de viejos que querían morir y que se rebelaban contra la vida. Bobbio repasa esos testimonios y comenta finalmente: carecían de esperanza.
La esperanza la necesitamos para vivir, pero aún más importante: sin la esperanza la sociedad no puede vivir, y ese es el aporte que el viejo puede darle. Hay, desde luego, dos extremos posibles en la vejez: aquél del viejo egoístamente satisfecho, y en el lado opuesto, el del hombre que flota en océanos de amargura. Entre esas dos viciosas posiciones está la de la vejez vital, que comunica esperanza con su serena alegría de vivir.
Todas estas reflexiones han sido necesarias como preámbulo para esta afirmación que contradice los lugares comunes sobre el tema: es tarea esencial del viejo mantener encendida la esperanza. Y si algo se le puede desear al viejo es que sea recordado por su actitud y sus acciones de entusiasmo por la vida.
Ese entusiasmo es el que resulta de la vocación consciente a la inmortalidad. Admito que esto suena a paradoja, pero es una paradoja grave. Como si se tratara de crear un equilibrio, es frecuente en el ser humano la pretensión de construir su inmortalidad cuando es inocultable la cercanía de la muerte.
Ya he citado pensamientos de Norberto Bobbio, el respetado profesor italiano. Aún debo tomarle prestado otro: “quien ha llegado a mi edad, dice, debería alentar un solo deseo, descansar en paz. Toma en serio la muerte quien toma en serio la vida. Tomar en serio la vida significa aceptar su finitud.” Como Bobbio, Ernesto Sábato mira la muerte con una mezcla de pasividad y de pavor: “no bien me descuido, ya estoy pensando en la muerte. Miro el cuarto alrededor para ver por cuál de las puertas entrará.”
Se adivina otra actitud en Cicerón cuando reflexiona que la muerte es despreciable si extingue el alma, y deseable si conduce al lugar donde ha de ser eterna.” Pensamiento que parece desarrollar el de Pitágoras: “no creo que ha de llorarse la muerte a la que sigue la inmortalidad.”
En efecto, las sombras de la vejez parecen desaparecer, y este último tramo de la vida se ilumina, cuando se llega a la certidumbre de la inmortalidad. A pesar de su pesimismo, de repente Bobbio exclama: “a veces tengo la sensación de sobrevivirme.” Pero en otros momentos lo abruma la idea de la muerte próxima y anota:”la dimensión del viejo es el pasado, el futuro no, porque es breve e importa poco.”
Alternan en el ánimo del viejo, como luces y sombras, la idea de la muerte y la ilusión de la inmortalidad. Tan leve como un sueño o como una nube, la idea de la inmortalidad motiva sin embargo muchas acciones durante la vejez. El abuelo se sorprende llevando a cabo tareas que se parecen a las del agricultor cuando prepara la tierra, la despercude y la abona para sembrar la semilla. Algo parecido se hace en la memoria de los demás, para sembrarla de recuerdos, que son las semillas de la inmortalidad. Uno no siempre lo sabe, pero muchas acciones están inspiradas en ese propósito: que me recuerden siempre, que me recuerden bien, que nunca me olviden. No se le tema tanto a la muerte, como al olvido o al mal recuerdo. Actividad importante de los últimos años es, pues, cultivar las eras de la inmortalidad.
En la vida de los humanos hay un tiempo para el amor, y otro para el poder; hay tiempos para la belleza y los hay para la salud; incluso hay tiempos para el dinero y el esplendor, otros traen consigo avidez de honores; pero en los últimos años, cuando todo palidece, son los tiempos para la inmortalidad.
En esas andaba Cicerón cuando recordaba la frase de su amigo Enio. El la hacía suya porque le calzaba tan bien como una túnica bien cortada. Repetía por eso: “nadie en mi muerte me honre con sus lloros, que me mantendré vivo en la boca de los hombres”.
Es un pensamiento que nos cae bien a los viejos porque es una eficaz manera de equilibrar en la mente y en la sensibilidad la certeza de la muerte cercana con la búsqueda de la inmortalidad.
Recientemente por la ventana de las noticias le entró al mundo un aire de inmortalidad cuando por las calles de El Cairo desfiló la monumental estatua de Ramsés II. Se paralizó el tráfico de la bulliciosa capital egipcia, como en los tiempos en que el faraón rodeado de su séquito de cortesanos rodaba en su carroza imperial. Casi 3300 años después su presencia provocó un respeto y una admiración semejantes a los que entonces le rodeaban. Treinta y tres siglos no habían sido suficientes para borrar su memoria. Hay una presencia en el tiempo, como la que uno asocia a las pirámides, a los monumentos funerarios, como la que se siente al leer inscripciones en la piedra o en el bronce con las voces congeladas en el tiempo que transmiten el pensamiento y la sensibilidad de personajes del pasado; todas ellas son expresiones de la vocación a la inmortalidad que alienta en los seres humanos. En la academia francesa les dan el nombre de inmortales a los grandes de las letras, pero no son solo ellos. El escritor acude al texto escrito para que sus palabras, sus ideas, sus sentimientos e imágenes se libren de la corrosión del tiempo y permanezcan.
Esa, con todo no es la única permanencia posible. Cuando las acciones del viejo se graban en la memoria de los demás, cuando sus palabras, sus actitudes, sus gestos dejan sus trazos en la memoria ajena, estamos asistiendo a una forma de permanencia tan indeleble e inmortal como la de las letras grabadas en la piedra o en el bronce.
La inmortalidad de que hablo es una forma de permanencia en la memoria, de la que era un símbolo la bendición que impartían los patriarcas bíblicos, para que el bendecido entrara en un tiempo sin límites; no se trata, por supuesto, de la ilimitada longevidad, ni de la supervivencia en los descendientes, sino de la presencia en la memoria a través de un tiempo sin límites.
La de la inmortalidad es, pues, una vocación humana, pero no lo es de todos los humanos. Esta es una persuasión tan vieja que Heráclito la consignaba en términos severos: “solo los mejores, los que han demostrado su excelencia, prefieren la fama inmortal a las cosas mortales; esos son verdaderamente humanos. Los otros, los que viven para lo inmediato, esos viven y mueren como los animales.” De modo que según el filósofo, hay una renuncia a la dignidad de lo humano, cuando e vive sin la ambición de la inmortalidad.
Esa ambición moviliza lo mejor de las personas. Una filósofa de nuestro tiempo, mujer y vieja, Hannah Arendt, escribía que la potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad de producir cosas que merezcan y sean imperecederas.” Y agregaba: “por su capacidad para realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres a pesar de su mortalidad, alcanzan su propia inmortalidad.”
Quedaría incompleta esta reflexión si no le dedicara estos minutos finales a la ortografía de esa escritura de la inmortalidad, porque podría entenderse que sólo viven ese tiempo sin límite las grandes acciones, de tono brillante y heroico. Que no es lo que encontramos escrito en nuestra memoria cuando evocamos a los viejos que ya murieron y que sin embargo ahí están con una presencia imborrable. Allí aparecen la madre o la abuela, inclinadas sobre una máquina de coser, concentradas en los arabescos de un bordado, o en la tarea diaria de lavar, aplanchar o remendar la ropa o de preparar los alimentos; allí están los padres o los abuelos, aserrando maderas, o cepillándolas entre nubes de fragante viruta, o sudorosos y tensos cultivando la tierra; son presencias vivas que se quedaron grabadas con sus trabajos diarios porque en ellos había mucho más que la utilidad inmediata de coser, bordar, cocinar, aserrar, martillar o sembrar. Acciones nobles, pero fáciles de olvidar si no hubieran tenido el carácter que las hace indelebles. Que fue el que descubrió ese viejo ochentón que es Ernesto Sábato cuando visitó en Lanzarote a otro viejo, el escritor José Saramago y lo conmovieron dos detalles.
Halló que en aquella casa los relojes se habían quedado varados en las cuatro de la tarde, como si a esa hora se hubiera detenido el tiempo. Cuando Sábato preguntó por aquel extraño detalle escuchó una respuesta con musicalidad de bolero: porque fue la hora en que José y Pilar, su esposa, se conocieron. Desde entonces el tiempo para ellos ha sido algo distinto. Paralizar los relojes significaba que en adelante ellos le darían otra medida al movimiento de sus vidas. No suprimieron el tiempo, que eso es la eternidad, la desaparición del tiempo; el suyo sería ese tiempo sin límites de la inmortalidad.
El otro detalle lo encontró en los papeles que José tenía a la vista en su escritorio. Sábato fue leyendo en uno de ellos, destacado como algo especial: “yo escribo, Pilar escribe, traduce, habla a la radio, cuida el mundo, cuida la casa, cuida la calle, hace las compras, hace la comida, ve por la ropa, despacha las cartas, dialoga con el mundo, organiza el tiempo, acoge a los amigos que llegan a vernos, y escribe, traduce, habla a la radio, cuida al marido, la casa, la cocina, la ropa y dice, estoy cansada, y luego: no tiene importancia, yo escribo, traduzco…”
Y siguen todos esos verbos caseros en donde resuena la actividad incansable de las esposas y las madres que así, sin acciones brillantes o heroicas, con el quehacer gris de todos los días labran una huella imborrable en la memoria y se quedan allí como un rastro indeleble y luminoso. Es su manera de hacerse inmortales.
Son, pues, dos propuestas para la vejez. Convertirse en guardianes y en estímulo para la esperanza y, como el escultor que extrae del mármol el milagro de una estatua, labrar con el material de los años de la vejez el prodigio de la inmortalidad. Son dos tareas tan cargadas de esplendor, que son suficientes para disipar las sombras y para darle a la vejez toda la serena luminosidad de un majestuoso atardecer.- Javier Darío Restrepo
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