Miedo a la vejez

Por Pacho O'Donnell

El autor dialoga con la pensadora italiana Dacia Maraini sobre la implicancia del paso del tiempo en las personas y su inserción en la sociedad. La valoración de la ancianidad por las distintas culturas a través de la historia.

Según Chautebriand, “la vejez es un naufragio”. Hoy se considera que la vejez comienza entre los 65 y los 75 años, aunque el límite fluctúa según la sociedad a la que el individuo pertenezca y sus modelos culturales e institucionales.
Siempre ha habido ancianos, pero las sociedades antiguas incorporaban a los ancianos al grupo de los adultos, es decir, a quienes trabajaban. Al no existir edad legal para el retiro no reconocían la vejez como tal. El anciano era para esas sociedades sólo un adulto de más edad.

Entre los incas, hasta los 78 años los hombres estaban integrados en la comunidad de trabajo, de acuerdo con sus posibilidades físicas. Todos trabajaban, en tanto la salud se los permitiera, y se consideraba vergonzoso ser acusado de holgazanería. La mendicidad estaba estrictamente prohibida. Después de esa edad sólo debían ocuparse “de comer y dormir”. Entonces eran tomados a su cargo por la comunidad, que trabajaba para ellos su tierra, les suministraban grano y les fabricaban vestidos y calzados. Además a partir de los 50 años, los súbditos del Inca estaban eximidos de pagar impuestos.
La mayor edad era, para las sociedades antiguas, signo de mayor experiencia. Y el anciano recibía el respeto y consideración correspondientes a su función social. Lo mismo ocurre aún en sociedades tradicionales como las del sureste asiático o del África central. Sin embargo, a medida que estas sociedades son penetradas por la cultura occidental y la ideología del progreso, la situación privilegiada del anciano va desapareciendo. En particular, la aparición de la escritura en estas sociedades ha significado un golpe a la transmisión oral que era privativa de la ancianidad. “Cuando un viejo muere, se quema una biblioteca” (refrán africano).

Cuando las sociedades primitivas eran comunidades de escasez, esto es, de economía precaria, cuando el anciano se transformaba en una carga para los suyos, podía ser abandonado o sacrificado. Heródoto, en el siglo V antes de nuestra era, refiere la costumbre entre algunos pueblos del norte del Cáucaso, de inmolar a los ancianos enfermos o achacosos y, a menudo, canibalizarlos. En forma análoga, en épocas mucho más cercanas, entre los habitantes del Norte siberiano los viejos que ya no podían cazar solían suicidarse. Y los ojibwa (junto al lago Winnipeg), así como los siriono (en la selva boliviana), acostumbraban abandonar a quienes se volvían inútiles por sus deficiencias físicas o mentales. Los mongoles, por su parte, respetaban a los viejos de buena salud, pero mataban por asfixia a los otros.

En las comunidades antiguas que tuvieron la alimentación y la supervivencia relativamente aseguradas, los viejos gozaron de una situación envidiable: honrados y respetados en virtud de su saber y de su función social. El término árabe “shaikh” (en castellano “jeque”) , que designa al jefe, significa también “viejo”. Entre los persas los hombres mayores de cincuenta años, en cada ciudad, juzgaban los asuntos públicos y privados, distribuían los cargos y podían pronunciar condenas a muerte. La institución de atribuciones legislativas y judiciales a los ancianos apareció con muy pocas diferencias entre los fenicios, asirios y babilónicos, entre otros.

En los textos más antiguamente redactados de la Biblia se reconocen las debilidades y los límites físicos de la vejez, pero sin pesadumbre ni amargura. El libro de Josué presenta por ejemplo a Caleb, afirmando tener a sus 85 años el vigor de un joven. En el Génesis leemos que Abraham “murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días”. De Gedeón se dice que “murió después de una dichosa vejez”. Pero ya el libro de Samuel es menos optimista: Barzil-Lai, el galaadita, se queja: “Ochenta años tengo. ¿Puedo hoy distinguir entre lo bueno y lo malo? Tu siervo no llega ya a saborear lo que come o bebe, ni alcanza ya a oír la voz de los cantores y cantoras”.

En “Edipo en Colono”, Sófocles escribe: “Lo mejor que podría sucederle al hombre sería no nacer; en segundo lugar, tener la dicha de volver lo más pronto posible a la nada de la que seguramente salió. Tan pronto llega la juventud, trayendo con ella la imprudencia y la insensatez, ¡cuántos trabajos y preocupaciones se abalanzan sobre ella! Crímenes, discordias, querellas, combates y envidia; y llega por fin la vejez, la odiosa vejez, débil, inaccesible, sin amigos, que concentra en ella todos los males”.
H. Bonardi propone el concepto de “vida remanente” para la etapa que se abre al individuo después de los 60 años. En esa etapa vital “todo es más casual, menos riguroso, existen menos imperativos con origen en el entorno, y hay grados mayores de libertad para asumir la vida cotidiana... Es como haber recibido un premio: el de arribar al cuadro de honor de la madurez y encontrarse con ganas de vivir... Por eso, durante mi vida remanente quiero vivir experimentando y aprendiendo, como si todo transcurriera a la intemperie y pudiera entretenerme con techos sutiles que, por lo demás, se encuentran al alcance de todos... No aspiro más que a un entorno tolerante con el cual interactuar”.

Ese entorno tolerante no es lo habitual. Nuestra cultura privilegia un modelo de “vida plena”, identificada con la juventud, la rapidez, la eficacia y la productividad. Por eso, los individuos de nuestra sociedad no están dispuestos, emotiva y afectivamente, para asumir la tercera edad como una etapa de crecimiento y autodesenvolvimiento. Verán la vejez con temor y harán todo lo posible por negar o postergar su ingreso a ese estadio.
Sobre este tema conversé con la escritora italiana Dacia Maraini, quien fue compañera del gran novelista Alberto Moravia durante muchos años.


P.O.: Se comienza a envejecer cuando se nace. Algunos griegos decían ser muriente y no ser viviente.

D.M.: Creo que piensan en la vejez más los niños y los jóvenes que los viejos, que de algún modo la olvidan.

P.O.: ¿Tienen más miedo los jóvenes que los viejos?

D.M.: No es miedo, es un misterio que les preocupa, les angustia. La droga, los deportes extremos, todas las formas de desafíar el peligro, en el fondo es porque les preocupa la muerte. Entonces la quieren enfrentar. Un anciano tal vez se construyó un espacio, una casa, y está allí, no piensa tanto.

P.O.: La sociedad actual se centra en la juventud. La vejez no es protagonista.

D.M.: No, en efecto. La vejez pierde valor. Mientras que en las sociedades antiguas la vejez era un valor de experiencia, de conocimiento, de inteligencia. En cambio, ahora, la vejez es casi desechable.

P.O.: En la Biblia, cuando Dios ordena a Moisés ir al exilio, le dice que convoque a setenta ancianos para compartir con ellos la carga del pueblo y así no tendría que llevarla él solo. Eran portadores del espíritu divino y guías del pueblo. Formaban una especie de honorable consejo de sabios alrededor del jefe.

D.M.: La religión nace hablando de igualdad, sobre todo la religión cristiana, que todos los hombres son iguales, todos tienen un alma, pero al avanzar, la religión poco a poco se “patriarcaliza”, se convierte en los padres. Se convierte en los grandes obispos.

P.O.: Existe una pirámide vaticana en la que la vejez se convierte en un valor absoluto, con los papas. El Papa actual fue elegido a sus 76 años.

D.M.: Sí, pero hoy 70 años es poco.

P.O.: Pero en otro momento esa edad era mucho. Era el umbral de la muerte. La jubilación es a los 65 años. Es decir que la vejez es aún un poder en la Iglesia.

D.M.: Pero todas las iglesias tienen una pirámide basada en la ancianidad. Es importante que sea anciano. Es la idea de padre. Dios tiene la barba blanca, no es un jovencito. Imaginamos un más allá, en el Cielo, regido por un anciano que es el Padre.

P.O.: Un sabio.

D.M.: Como los hombres no mueren de jóvenes, mueren a cierta edad, el Padre debe ser anciano. Es más, el hijo, cuando muere, tiene ya 33 años. Es el hijo de un hombre adulto.

P.O.: Pero la sociedad de mercado, la sociedad mercantilista, prefiere a los que consumen, que ganan y pueden comprar y que producen.

D.M.: Que producen sobre todo.

P.O.: Por eso, los ancianos son dejados de lado.

D.M.: Como hacían en una sociedad antigua japonesa, que no sé si es leyenda o verdad. Como los ancianos no tenían dinero, el que no producía, el que se volvía anciano, era abandonado en la montaña. Entonces debía arreglarse como podía porque los suyos ya no se hacían cargo de él.

P.O.: Hay una novela de Adolfo Bioy Casares, “Diario de la guerra del cerdo”, que trata sobre el exterminio de los viejos.

D.M.: Existe un filme bellísimo en el que Alberto Sordi no se atreve a decir a su madre anciana que la está llevando a un geriátrico. Le dice: “Te llevo de vacaciones”. Ella, pobrecita, pregunta: “¿Adónde vamos?”. Finalmente ella entiende y él comienza a mentir, una mentira sobre otra. Es terrible, pero muestra dónde terminan los ancianos que no son ricos, que no son poderosos.

P.O.: Este problema es mayor en sociedades como la nuestra, empobrecida, poco solidaria en cuanto al cuidado de los ancianos. Es que el peso de los ancianos es muy grande para familias pobres.

D.M.: Además las casas de ahora son pequeñas, no hay espacio para poner a los ancianos.

P.O.: Tú eres una gran escritora que ha tenido una vida muy interesante, por ejemplo tuviste una relación de 16 años con Alberto Moravia, un grande. ¿Cómo era Alberto Moravia?

D.M.: Él, por ejemplo, era un eterno joven. Murió llevando la vida de un joven. Era difícil verlo como viejo, porque era un hombre lleno de vida, muy curioso por todo y muy vital. Tres días antes de morir... Ya estábamos separados, él tenía otra esposa, pero a veces me pedía que lo acompañara al mar, porque tal vez ella estaba en otro sitio. Vino a mi casa para decirme: ‘¿Me acompañas el domingo al mar?’ En auto, porque había olvidado algo en el mar. Y estaba muy bien. Es una fortuna que haya muerto tan bien. Sin estar en la cama, sin estar enfermo.

P.O.: ¿Cuántos años tenía?

D.M.: Tenía 83 años. Pero era un joven. Realmente un joven. Muy lúcido de la cabeza.

P.O.: Ustedes viajaron mucho.

D.M.: Sí, mucho. También viajé mucho con Pasolini, un querido amigo. Y algunas veces con la Callas en una gira por África. La Callas era muy curiosa. Una mujer extraordinaria. Muy tímida.

P.O.: ¡Imagino a esos cuatro juntos! Dacia Maraini, la Callas, Pier Paolo Pasolini y Alberto Moravia... ¿Cómo era la Callas?

D.M.: La Callas era una niña, una campesina del Peloponeso en la vida privada. Cuando salía al escenario se convertía en una leona. Era una mujer extraordinaria, de gran potencia. Era miope, muy miope, y no veía. Entonces no existían los lentes de contacto. No veía al director de la orquesta. Cuando le pregunté ‘¿cómo haces?’ ella me dijo ‘nunca me equivoqué’. Porque cantaba de oído. Nadie se daba cuenta de que no veía al director de la orquesta. Extraordinaria. Sabía todo de memoria. En cambio en la vida real era una mujer muy tímida, temerosa de todo. Miedo a no ser bella, miedo a no saber actuar en el cine… porque Pasolini le hizo hacer cine, miedo a no estar a la altura, miedo a envejecer, miedo a...

P.O.: ¡Tanto miedo!

D.M.: Tanto. Tenía admiración por la riqueza, por las joyas, por los vestidos, era la admiración de una niña. Esa admiración la llevó a Onassis.

P.O.: No fue lo mejor para ella.

D.M.: No, fue muy infeliz. Ella me contó que fue muy infeliz.

P.O.: Se dice que a Onassis no le gustaba que cantara.

D.M.: Era un hombre más bien brutal. Y ella era una persona muy sensible, que interpretaba ese personaje exitoso, seguro de sí, pero no era verdad. Era sumamente frágil, delicada.

P.O.: Háblame de Pasolini, a quien admiro mucho.

D.M.: Era un hombre silencioso. Muy silencioso, nunca hablaba. Se llevaba muy bien con Moravia, porque Alberto era un gran conversador. Le gustaba contar historias. En cambio Pasolini, silencio. Incluso su risa era sin sonido… Era un hombre de tal profundidad, de tal intensidad, que se estaba bien con él aún sin palabras.

P.O.: Tú escribiste un guión con él ¿no es cierto?

D.M.: Sí, “Las mil y una noches”.

P.O.: ¿Cómo fue trabajar con él?

D.M.: Era un hombre muy exigente consigo mismo. Trabajaba 16 horas por día. Y exigente con los demás también. Hicimos el guión en 15 días, trabajando desde las 7 de la mañana hasta la medianoche, sin detenernos. Al lado del mar, pero sin ir al mar. Tenía una gran severidad, una gran disciplina, una capacidad de trabajo infinita. El no se cansaba, se cansaban los demás. Decían “basta, ¡por favor!”. Un hombre de amistad tenaz, profunda. Luego tenía esa fijación con su madre, estaba enamorado de su madre. Él lo decía, no era un secreto. Decía que no podía hacer el amor con una mujer porque le parecería estar con su madre.

P.O.: El Edipo era explícito.

D.M.: Cuando estábamos en África, después de hacer 500 kilómetros en un día y estábamos destruidos, él hizo otros 50 km. sólo para telefonear a su madre. Si la madre tenía jaqueca, por ejemplo, a él le daba jaqueca. Era una relación simbiótica, muy profunda.

P.O.: Profunda hasta la morbosidad.

D.M.: Sí. Su padre era militar, bebía y trataba mal a todos. Pasolini contaba que cuando murió su padre, lo cuenta incluso en una poesía, su madre se pintó los labios por primera vez, tomó a su hijo de la mano y fueron al cine. No era una crueldad, era la libertad, no sé cómo decirlo… conquistada.

P.O.: La infelicidad de Pasolini seguramente fue la base de su genio.

D.M.: Usted que es psicoanalista debe saberlo.

P.O.: Pienso que la creación siempre tiene que ver con la tragedia y no con la felicidad. Con la necesidad de resolver algo que no está resuelto.

D.M.: Él perseguía a su propio niño. Era extraño. Tenía necesidad de ver en el otro a su propio muchachito, joven, muy joven. Le gustaba correr, jugar fútbol, salir a pasear.

P.O.: Sus películas están muy relacionadas con los adolescentes.

D.M.: Sí, mucho. Era su objeto erótico. En un principio él tenía la idea de que el mundo sería cambiado por los proletarios, creía en la inocencia del proletariado, luego se retractó, decía que el proletario había sido corrompido por la burguesía, entonces ya no tuvo deseos de vivir, ya no creía en el cambio del mundo. Creía en el triunfo de la muerte.

P.O.: Su última película, “Saló”, es el triunfo de la muerte. Murió casi como una continuación de “Saló”.

D.M.: Es posible, sí. Como si hubiese ido al encuentro de su asesino, que no podía ser sino un joven.

P.O.: Volviendo al miedo a la vejez, en la sociedad actual hay una gran industria basada en ese miedo. La industria de la cirugía estética, del fitness, de los cosméticos.

D.M.: Pienso que en alguna medida es bueno que eso exista. Inculcar que los ancianos deban moverse, caminar, hacer deportes, eso está bien. Pero que se vuelva un fetiche, no. La cirugía es una idea quizá optimista, pero también mortuoria. Poder transformar al hombre, quitarle los signos de su experiencia. No son arrugas, son signos de su experiencia.

P.O.: Buena definición.

D.M.: No se pueden quitar. No se deben quitar. Existe una diferencia fundamental entre querer su propio cuerpo, ponerse una crema hidratante, hacer gimnasia, eso es bueno. Tomar oxígeno es algo bueno. Pero intervenir con el bisturí de manera tan cruenta...

P.O.: Es un castigo.

D.M.: Es un castigo. No perdonarse envejecer.

P.O.: Esta es una sociedad que te obliga a ser joven. Muchas veces que consigas trabajo se basa en el aspecto juvenil, “joven buena presencia” se pide. Esto provoca una paradoja: mientras que el avance de la medicina y la vulgarización de conocimientos sobre alimentación prolongan la vida útil de los individuos, y entonces se comienza a ser viejo más tarde, las pautas para acceder a un trabajo la reducen, y entonces se comienza a ser viejo más temprano. Desde el punto de vista médico, ya nadie es viejo a los 50 años; desde el punto de vista laboral, ya todos son viejos a los 40.

D.M.: Ahí tienes el caso famoso de Isabella Rosellini en Italia, que hacía una publicidad para no recuerdo qué empresa de belleza, y como ya tenía 40 años le dijeron que era muy vieja y la despidieron.

P.O.: El miedo a envejecer tiene que ver también con el miedo a perder la potencia sexual.

D.M.: También. Aunque me parece que nuestra sociedad no es muy sexuada.

Veo a una sociedad que le teme al sexo.

P.O.: El mito sexual.

D.M.: El mito de la hipertrofia sexual. Todo lo que vemos en la TV, en la publicidad, nos muestra una sexualidad satisfecha. Pero luego, leyendo o escuchando los testimonios de la gente, te das cuenta de que la sexualidad es débil. La sexualidad de los jóvenes de hoy es una sexualidad temerosa, no tiene impulso. Entonces el miedo a no tener potencia sexual no tiene que ver con la vejez, tiene que ver con el modo de vivir de hoy. El que vive en contacto consigo mismo, el que sabe qué hacer con su vida, no tiene miedo a la vejez.

P.O.: ¿A qué le tienes miedo?

D.M.: A mí lo que me da miedo de la vejez es perder la independencia. Vivo sola y quiero ser independiente. Poder moverme, viajar... Tener necesidad de alguien que te ayude a hacer las cosas, para mí sería terrible. Eso es lo que me da miedo. La muerte, porque como decían los griegos: “Si estás tú, no está la muerte, si está la muerte, no estás tú”.

No consideramos los diferentes estadios de la vida humana como mojones de un progreso y evolución constantes. Más bien consideramos que la vida tiene un apogeo entre los 20 y los 30 años (lo cual sólo es cierto en lo que se refiere a resistencia y desempeño físicos, o, más propiamente, musculares) y que, luego de una “meseta” que se extiende entre los 30 y los 40, sólo resta un lento e irremediable deterioro. Por lo tanto, es previsible que la perspectiva de la vejez nos llene de temores.

El miedo a la vejez comprende varios temores diferentes:

• el de la decadencia corporal y mental,

• el de la desaparición del atractivo físico,

• el de la impotencia o pérdida de placer sexual,

• el de la soledad y aislamiento,

• el de la transformación en una carga para la familia

y la sociedad,

• el de la pérdida de reconocimiento social, y

• el de la cercanía de la muerte.


El miedo a la decadencia mental sólo se sostiene con la referencia a algunas patologías (arteriosclerosis, mal de Parkinson, etc.), pero, de hecho, muchos ancianos mantienen su lucidez hasta la muerte. Hay numerosos ejemplos de artistas, filósofos y científicos que llegaron al fin de sus vidas con sus capacidades intelectuales intactas. Entre ellos: Bertrand Russell, Pablo Picasso, Albert Einstein, etc.

El miedo a la pérdida de atractivo físico tiene que ver con el modelo de la belleza juvenil, exacerbado por la publicidad y los medios de comunicación masiva. Ese modelo estereotipado lleva a muchas personas a gastar grandes cantidades de dinero en tratamientos y cirugías. La floreciente industria estética (liftings, botox, cremas, fármacos, etc.) se nutre del temor a revelar en el aspecto la verdadera edad y, de tal modo, no ser ya atractivos.

Hace 4.450 años, Ptah-Hotep, consejero del faraón Tzezi, escribió: “¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye; sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Su entendimiento disminuye y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer, sólo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hombre”. Cabe señalar que Ptah-Hotep falleció alrededor de los ciento diez años. En un brillante ejemplo de inconsecuencia, después de haberse lamentado de los achaques de la vejez, dice a su hijo: “Que puedas vivir tanto tiempo como yo. Lo que he hecho en la tierra no es despreciable. El dios me ha reconocido ciento diez años de vida y un lugar preeminente entre los ancianos, porque he servido bien hasta la muerte”.

El miedo a la vejez en sus diferentes aspectos es tan profundo que ha conducido a veces al suicidio. De hecho, según estudios de la Universidad de Wayne (USA), casi la mitad de los suicidios denunciados en los Estados Unidos son protagonizados por personas mayores de 55 años. Otros estudios, centrados en los intentos de suicidio no consumados, han revelado que las principales causas de ellos han sido: enfermedades crónicas dolorosas, perturbaciones psiquiátricas, temor al abandono de hijos y nietos, depresión por la muerte del cónyuge, alcoholismo y otras adicciones (generadas para escapar de la sensación de soledad), severa pérdida de status (e imposibilidad para adaptarse al nuevo status de “clase pasiva”), pérdida de control sobre la propia vida, y, final e irónicamente, miedo ante la muerte.

El miedo a la soledad, al aislamiento y al abandono tiene dos referencias concretas: la posibilidad de viudez y la del alejamiento de los hijos. Con la muerte de uno de los cónyuges, el que sobrevive debe procurar que el sistema familiar no se disuelva. Pero en la ancianidad, los recursos personales para enfrentar y elaborar la viudez, así como para establecer nuevos lazos afectivos, suelen estar inhibidos. A ello colaboran hijos, otros familiares, amigos y vecinos que tienden a mantener el vínculo entre el viudo y el cónyuge fallecido. Esto dificulta la formación de una nueva pareja para el sobreviviente. El impacto afectivo que representa la muerte del cónyuge se potencializa al actualizar ansiedades acerca de la cercanía y posibilidad de la propia muerte. El miedo a la viudez suele ser mayor en las mujeres, lo que no carece de lógica pues según estudios de 1975, el 14% de los hombres mayores de 65 años son viudos mientras que el 58% de las mujeres de esa edad son viudas.

R. Álvarez, quien ha colaborado conmigo en la gestación de estos “Miedos”, opina que el alejamiento de los hijos por estudios, matrimonio u otra razón genera lo que se ha dado en llamar “síndrome del nido vacío”, basado en cierta mitología occidental que postula los arquetipos de “buena madre” y “buen padre” y presupone que los progenitores deben necesariamente sufrir el alejamiento de los hijos. Pero dicho sufrimiento sólo es inevitable si los padres se identifican demasiado con sus roles de buenos padres o madres, en cuyo caso se está ante una pérdida y confusión de la propia identidad.

El “nido vacío” puede permitir a los progenitores una mayor disponibilidad de tiempo y un mayor acercamiento de la pareja, ya sin las urgencias de la crianza. Esto puede ser enriquecedor, aunque, claro, también puede dejar aflorar conflictos hasta entonces encubiertos mediante los “hijos-parche”.

Escribe García Pintos: “Cuando nos referimos a los ancianos, asociamos la sexualidad con los arquetipos de la viuda alegre, o el viejo verde, dando por cierto que la sexualidad entra en un cono de sombra pasada cierta edad. La cultura social castiga al adulto mayor a vivir como si hubiera dejado de ser hombre o mujer, accediendo a una categoría angelical de ser asexuado. La anciana o el anciano que experimenta la necesidad de vivir su sexualidad se siente incómodo, avergonzado, raro, desorientado. No lo habla con su pareja por pudor o temor ante una eventual respuesta de rechazo; no lo habla con amigos por temor a ser ridiculizado; no lo hace con los hijos por temor a la censura, ni con el médico, porque muchas veces ellos suelen actuar como los hijos; mucho menos con un religioso, porque éste lo llamaría a la resignación y la castidad”.

Uno de los miedos asociados a la vejez es el de transformarse en una carga inútil. El viejo, habiendo sido sostén de su familia durante años, pasa de la noche a la mañana, con su jubilación, a ser sostenido, en el mejor de los casos, o pobre sin sostén alguno. El papa Paulo VI definió, por eso, a los ancianos como “los nuevos pobres”.
“Unas horas nos han sido tomadas, otras nos han sido robadas, otras nos han huido. La pérdida más vergonzosa es, sin duda, la que acontece por negligencia... No pierdas, pues, hora alguna, recógelas todas. Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana” (Séneca “Cartas a Lucilio”).-

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