La tecnología ¿enemiga de la memoria?

Algunas aplicaciones populares de la tecnología podrían estar arruinando nuestra capacidad para recordar, dicen expertos.
En años recientes varios científicos en el mundo han estado investigando el impacto de aplicaciones de internet -en las que los seres humanos pasamos ahora gran parte de nuestro tiempo- en nuestra memoria.
Según investigaciones presentadas en el Festival de la Ciencia, que se celebra en Guilford, Inglaterra, los primeros resultados de estos estudios afirman que redes sociales -como Facebook- podrían estar ayudándonos a recordar.
Pero otros sitios como Twitter o YouTube están disminuyendo esas habilidades.
 
Memoria de trabajo

Durante mucho tiempo se ha pensado que la invención de la calculadora electrónica condujo a un deterioro en nuestra capacidad para realizar matemáticas mentales.
Ahora se cree que lo mismo podría estar ocurriendo con tecnología que utilizamos hoy en día para comunicarnos y el impacto que está teniendo en nuestra capacidad para recordar.
En particular, los científicos están estudiando el impacto de estas aplicaciones en la llamada "memoria de trabajo".
Este tipo de memoria se refiere a los procesos que utilizamos para retener información en la mente durante un período corto de tiempo y la forma como manipulamos esta información.
Es decir, a diferencia de la memoria a corto plazo, la memoria de trabajo además de almacenar los recuerdos nos ayuda a utilizar esos recuerdos para manipular la información o resolver problemas.
Por ejemplo, durante una prueba en la que debemos recordar información y presentarla de la mejor forma posible.
Algunos científicos creen que nuestra memoria de trabajo es un mejor pronosticador de los logros en el aprendizaje escolar que el coeficiente intelectual, porque la memoria de trabajo, dicen, es independiente de nuestro nivel socioeconómico.
Y también cada vez hay más evidencia de la "plasticidad" de nuestro cerebro, es decir, su capacidad de "encogerse o crecer" dependiendo de lo que hacemos con él.
La doctora Tracey Alloway, experta en psicología cognitiva de la Universidad de Stirling, en Escocia, -y quien desarrolló la primera prueba de memoria de trabajo para escuelas- está llevando a cabo un estudio para analizar el impacto de las aplicaciones tecnológicas populares como YouTube y Twitter en nuestra memoria de trabajo.
Según la investigadora, existe evidencia de que este tipo de aplicaciones podrían estar perjudicando las capacidades del ser humano.
"Existe la posibilidad de que el tipo de tecnología que puede dañar nuestra memoria de trabajo es aquélla que nos insta a llevar a cabo actividades muy breves y cortas, por ejemplo los videos de YouTube", dice la doctora Alloway.
"También creo que twitter puede perjudicarnos, y esto quedó demostrado en estudio llevado a cabo sobre el impacto de los mensajes de texto de los teléfonos móviles".
"Los resultados mostraron que los estudiantes que enviaban más mensajes con más frecuencia, tendían a tener grados más bajos en las pruebas de coeficiente intelectual".
"Una posibilidad quizás es que con estos mensajes usamos muy poca información, el teléfono nos "ayuda" a encontrar la palabra que necesitamos, por lo que no estamos usando la memoria ni usamos tampoco nuestra capacidad de lenguaje. Y lo mismo podría aplicarse a Twitter".
Los científicos están preocupados por el impacto que podrían tener estas aplicaciones en la memoria de trabajo y la atención de los millones de niños y jóvenes que las utilizan en el mundo.
 
Atención restringida
"Los estudios han demostrado que ver mucha televisión perjudica nuestra memoria de trabajo porque con una exposición tan breve y limitada a la información, se restringe nuestra capacidad de atención, de participación y de llevar a cabo una conexión significativa con la información que se nos da", dice la doctora Alloway.
Quizás no todo son malas noticias, ya que según la doctora Alloway algunos juegos de video y aplicaciones que promueven la interacción social podrían estar estimulando nuestra memoria de trabajo.
"La evidencia demuestra que los individuos que están más conectados socialmente pueden retrasar más la pérdida de memoria en la edad avanzada" dice Tracey Alloway.
"Esto quiere decir que el tiempo que pasamos tomando un café con alguien, llamando a nuestra madre, o jugando bingo u otras actividades, nos está ayudando a mejorar nuestra memoria de trabajo".
"Así que ahora vamos a investigar es si el tiempo que pasamos en Facebook o estableciendo conexiones sociales en internet está también ayudando a nuestra memoria de trabajo", dice la experta.
Según la investigadora, la memoria de trabajo puede ser estimulada y mejorada a cualquier edad y esto tiene un impacto enorme en las capacidades cognitivas y de aprendizaje.
Los estudios que ha llevado a cabo demuestran que con sólo ocho semanas de práctica en un programa diseñado para ejercitar la memoria de trabajo de los niños se logró mejorar sustancialmente sus grados escolares.
BBCmundo

Memoria - Atención: la ceguera selectiva


Por Pablo Capanna de Pagina/12

Aquel famoso 11 de septiembre del 2001, George W. Bush estaba en una escuela primaria, empeñado en caerles simpático a los niños. De pronto un edecán se le acercó y le dijo al oído que otro avión acababa de estrellarse contra las Torres Gemelas. Al entrar al aula, Bush ya sabía del primero, pero hasta ahí todos pensaban que sería un accidente. En el video, Bush muestra una expresión que, considerando su habitual estolidez, se parece mucho a la sorpresa.
Tiempo después, sin embargo, Bush no dudaba en asegurar que había seguido todos los acontecimientos por TV desde su despacho. No hay por qué pensar que estaba mintiendo. De hecho, estaba siendo engañado por su memoria, que había construido una versión de los hechos más acorde con el rol de liderazgo que se atribuía.
Algo parecido debe haberle pasado a Hillary Clinton, quien no se cansaba de contar que cuando visitara Bosnia el avión había aterrizado en medio de un nutrido fuego de ametralladoras. Sin embargo, hay fotos y videos del evento que muestran una recepción normal, con guardia de honor, flores y besos a los niños.
Estas confusiones son algo que más de uno hemos sufrido alguna vez. Justo acabábamos de proclamar alguna Gran Verdad cuando aparecía ese tipo molesto que nos recordaba de qué libro (y a veces hasta de qué agenda) la hemos sacado. En la vida cotidiana, son la fuente de innumerables peleas entre quienes están ofendidos por las palabras que les atribuyen a otros, aunque no sean las mismas que recuerdan los terceros.
Estas distorsiones que afectan tanto la memoria como la atención tienen un papel no menor en la construcción del conocimiento. De ahí, la antigua costumbre judicial de recurrir por lo menos a dos testigos para esclarecer un hecho. También es la pregunta que cabe hacerse cuando empiezan los efectos especiales: “¿Está Ud. viendo lo mismo que yo?”. Casi diríamos que es un pilar del método científico, que obliga a repetir la experiencia para corroborar los resultados, o recurrir al juicio de pares para evitar parcialidades: “¿No lo viste?”.
Los psicólogos Christopher Chabris y Daniel Simons se ganaron un premio Ig Nobel en 2004 por una investigación sobre estos temas que habían hecho en 1999. Los Ig Nobel son premios menos bizarros de lo que podría creerse. El criterio con el que se adjudican no es sólo provocar la risa (por otra parte, una risa que apenas disfrutarán los expertos o los colegas del premiado) sino invitar a pensar, lo cual nunca está de más, aunque por el momento no esté de moda.
Los trabajos de Chabris y Simons se volcaron luego en un libro bastante popular (El gorila invisible, 2010) que, a pesar de ser más generoso en ejemplos que en desarrollos teóricos, no deja de cumplir con la promesa de llamar a la reflexión. Michael Shermer no vaciló en recomendárselo a todo el mundo, lo cual, aunque sea un tanto exagerado, no le resta interés.
En su forma original (sobre la cual se hicieron múltiples variaciones, con análogos resultados) el experimento consistía en mirar un corto video donde aparecía un grupo de estudiantes con camisetas blancas y negras pasándose una pelota de unas a otras. Al sujeto se le pedía que contara la cantidad de pases (más de treinta) que hacían las de blanco, sin prestar atención a lo que hacían las de negro. En un momento de la secuencia, era posible observar en segundo plano a una chica disfrazada de gorila, que cruzaba la escena sin interferir con el juego.
Cerca de la mitad de los sujetos registró el paso del gorila pero el resto lo ignoró, a pesar de que con cierto esfuerzo podían llegar a recordar detalles menores del escenario. En una segunda sesión, luego de que se les preguntara por la chica y su vistoso disfraz, los sujetos lograron verla y se asombraron de no haberlo hecho antes.
El estudio de este fenómeno, que podíamos llamar “ceguera de la atención”, tiene sin duda mucha relación con la manera como la mente “edita” aquello que vemos, oímos o experimentamos. De hecho, si dejamos interactuar a los testigos de un hecho, al poco tiempo se comienza a notar cierta normalización en el relato. Tras comparar su versión de los hechos con el relato que hacen los otros uno tiende a dudar de sus sentidos y omitir aquello que la mayoría no parece haber registrado. También accede a interpretar los hechos de acuerdo con cierto consenso emergente del grupo y de tal modo se predispone a ver las cosas de modo prejuicioso.
La construcción de la memoria, de la confianza y a veces hasta del saber, está sujeta a estos avatares. Es lo que hace necesaria una metodología que apunte a lograr la mayor objetividad posible.

MIRE POR DONDE CAMINA

Unos meses antes del episodio que tuvo por protagonista a Bush (sin duda 2001 no fue un buen año para él), el comandante del submarino nuclear Greeneville que navegaba cerca de Hawaii dio la orden de salir a la superficie de inmediato. La nave lo hizo, con tal mala suerte que al emerger se llevó puesto un pesquero japonés que pasaba justo por allí. Ante la comisión investigadora, el comandante juró que antes de dar la orden había observado la zona por el periscopio, sin ver al pesquero.
Más allá del volumen de los vehículos en juego y la violencia del impacto, se trataba de un accidente de tránsito. Es sabido que, si prescindimos de las fallas técnicas o de los factores ambientales, la gran mayoría de los accidentes de tránsito se debe a una atención dispersa. Es obvio que hablar por el celular cuando uno maneja es una conducta de riesgo, y así lo admiten muchos conductores, aunque dan por supuesto que la advertencia no es para ellos sino para la gilada. Así les va.
A las distracciones artificiales, sin embargo, hay que sumarles el hecho de que la atención es generalmente selectiva. Si miramos los pases de la pelota, tendemos a ignorar al gorila. Si prestamos atención a los autos, una moto puede tomarnos por sorpresa. Por lo menos, así lo muestra un estudio realizado en Estados Unidos y Alemania, según el cual el número de ciclistas arrollados por los autos es mayor en las ciudades (donde el automovilista no espera encontrarlos) que en las rutas, donde hay menos estímulos y no parece raro que algún ciclista se cruce delante de los autos.
De un modo análogo, esto explicaría por qué un experto radiólogo, puesto a detectar embolias en una radiografía, puede dejar de ver algún objeto extraño que los cirujanos se olvidaron en el cuerpo del paciente. Del mismo modo, un célebre violinista que se pone a tocar en el hall del subte llama la atención apenas de algún melómano, porque nadie espera encontrárselo fuera de las salas de concierto.
Los autores arriesgan una hipótesis evolutiva. El hombre arcaico solía estar más atento ante los imprevistos porque tenía la atención puesta en pocas cosas. Si lo comparamos con el peatón urbano que espera el semáforo, escucha música por los auriculares, está atento a la vibración del celular y encima tiene que mirar en todas direcciones, veremos que está en inferioridad de condiciones. En general, al observar nos guiamos por nuestras expectativas y los objetivos que nos hemos propuesto. La atención es una suma cero: si uno presta atención a un fenómeno puede descuidarse de los otros.

RECUERDOS EDITADOS

En una escena de Mujer bonita Julia Roberts toma una medialuna, pero poco después aparece comiéndose un panqueque. En El Padrino el auto de Sonny es baleado concienzudamente, pero a la escena siguiente está con el parabrisas intacto. En Rescatando al soldado Ryan vemos desfilar una patrulla de ocho hombres, uno de los cuales acaba de perecer en la escena anterior. En Espartaco es posible ver algunos esclavos romanos con reloj pulsera.
En general, los espectadores no ven estas cosas, que son otros tantos “gorilas” por lo imprevistos. Estas incongruencias ocurren porque las películas no se filman en el orden que marca el relato y las escenas son ensambladas en la fase final, que por algo recibe el nombre de “montaje”. El espectador tiene que elegir si acepta las reglas de juego de la ficción, lo cual incluye cierta tolerancia, para disfrutar de la historia, o bien se concentra en los detalles y no lo pasa nada entretenido.
En la época en que los críticos de cine estaban obligados a ver todos los estrenos en dos días solían prestar una atención fluctuante a las películas. No era raro que inventaran finales que nunca habían visto o recordaran escenas que pertenecían a otras obras.
La construcción del recuerdo también funciona de un modo bastante selectivo. No somos Funes, como el memorioso de Borges que podía acordarse absolutamente de todo, pero era incapaz de abstracción. Por lo general, lo que recordamos es mucho menos de lo que creemos recordar, porque en este caso lo hemos “editado” borrando o añadiendo detalles que asociamos con el hecho. Hay un clásico experimento en el cual se les pide a los sujetos que traten de recordar una lista de palabras que escucharon una sola vez. Es común retener las primeras, las últimas o las menos comunes. Hasta es posible que creamos recordar una palabra como “sueño” porque hemos escuchado palabras como “cama” o “dormir”. En otra experiencia, en la cual se pedía enumerar los objetos que estaban en la sala de espera, un 30 por ciento recordó haber visto libros, que no estaban, aunque cualquiera hubiera dicho que tenían que estar.
Las cosas se ponen mucho más dramáticas en el caso de Jennifer Thomson, una estudiante que fue violada por un extraño que entró en su departamento y puso todo su empeño en recordar los rasgos de su agresor. La policía hizo una redada y entre los detenidos la víctima “reconoció” a Robert Cotton, un afroamericano que trabajaba en un delivery cercano. Cotton fue condenado y recluido, pero en la cárcel se topó con el verdadero violador, que para entonces estaba dispuesto a confesar. El saldo de la historia es positivo, porque desde entonces la víctima y el supuesto victimario se dedicaron a dar conferencias para evitar que ese tipo de juicios apresurados siguieran arruinando vidas.
No tan dramática aunque bastante decepcionante es una de las últimas reflexiones que sacan los autores, cuando abordan el tema de las expectativas infundadas en el propio seno de la ciencia. Al parecer los propios científicos, y entre ellos los expertos en determinadas áreas del saber, están expuestos a los mismos engaños que cualquiera que trata de apreciar una situación, una medida o una distancia sin contar con mediciones objetivas.
Para no detenernos en todas esas eminencias que imaginaron un colapso informático para el año 2000, bastará recordar que el famoso bacteriólogo Paul Erlich, un grande en la historia de la medicina, se equivocó al prever hambrunas y un agotamiento de recursos naturales para los años setenta.
Puestos a estimar cuándo una computadora le ganaría a un ajedrecista, ningún experto acertó con el año del célebre match entre Kasparov y Deep Blue. Pero quizás el mayor fiasco fueron las encuestas efectuadas en la comunidad de los biólogos en cuanto se consideró que era posible descifrar el genoma humano. La primera estimación, realizada en 1999, aventuró que el genoma de nuestra especie, considerando su complejidad, debía tener entre 50.000 y 140.000 genes. Todos los mayores expertos apostaron por cifras que oscilaban en torno de un promedio de 66.500. Sin embargo, el cálculo final reveló una cifra de alrededor de 20.500 genes, no muchos más que los animales y aún que algunos vegetales.
Al parecer, al mejor cazador se le escapa un elefante, especialmente si lo que busca es un tigre.-